lunes, 5 de febrero de 2018

ESPOSAS RUSAS: CUANDO EL AMOR LO SUPERA TODO

Mirando a través de mi ventana, veo caer los copos de nieve, al tiempo que escucho la música de Tchaikovski. Mi mente viaja entonces a la lejana Rusia, rememorando una referencia del Arzobispo Fulton J. Sheen al pueblo ruso, por el cual mostraba su profunda admiración, a pesar de haber resultado tan difamado a causa de la revolución comunista. A través de mis lecturas y de lo aprendido sobre su Historia, creo que los rusos hacen gala de una nostalgia propia de su carácter, pero acompañada siempre de su confianza en el mañana. Algo así se hace patente en las historias de amor verdadero que quiero traer hoy a mi blog, en esta invernal tarde de febrero.

"Camino a Siberia" (Sergei Dmitrievich Miloradovich)
 
Comenzaré remontándome a una jornada del siglo XIII, cuando David, hijo del príncipe de Murom, Jorge Rotislavic, se encontraba disfrutando de una tarde de caza. Perseguía a una liebre a la cual no pudo alcanzar pues ésta se refugió en los brazos de una joven campesina, de nombre Eufrosina. Al contemplar la escena, el cazador desistió de su intento, y en un instante quedó marcado de modo decisivo para el resto de su vida. El joven David sufrió durante largo tiempo de una enfermedad en la piel que le provocaba úlceras por todo su cuerpo. Fue entonces cuando, Eufrosina, famosa por sus conocimientos y por su extremada bondad, se encargó de elaborar los ungüentos destinados a su tratamiento y le prodigó constantes cuidados que lograron la curación de David. Éste estaba tan impresionado con la inteligencia de la joven y la bondad de su corazón, que terminó enamorándose de ella y le prometió que la convertiría en su esposa. Una vez restablecido de su mal, David tuvo que ocupar el trono debido a la muerte de su hermano mayor. Su idea de contraer matrimonio con una joven plebeya no fue bien recibida en la corte, y con el paso del tiempo, el joven enamorado rompió su promesa de matrimonio. Fue entonces cuando volvió a enfermar, y la joven Eufrosina volvió a aplicar sus conocimientos logrando de nuevo su curación.
 
El príncipe, profundamente agradecido, se apresuró a rectificar su conducta, cumpliendo su palabra y contrayendo matrimonio con la joven. Una vez en el trono, la nobleza de Murom junto a parte de la familia principesca declararon que aquel matrimonio desigual era una ofensa para el país. David recibió un ultimátum: repudiar a su esposa o abdicar. Pero David, recordando las palabras de Nuestro Señor, respondió: "Lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe". Negándose a repudiarla, prefirió abandonar su reino. Su joven y hermosa esposa lo consolaba diciéndole: "No te aflijas, pues Dios misericordioso no nos mantendrá destronados por mucho tiempo".
 
Tuvo razón Eufrosina, pues mientras tanto, los diversos pretendientes al trono se ensarzaron en una lucha sin fin, creando tal caos que el pueblo clamó por la vuelta del joven matrimonio al trono. A partir de ahí, su reinado fue célebre por su caridad, preocupándose ambos de socorrer a los más necesitados, haciendo gala de una profunda fe en Dios y defendiendo siempre la religión.
 
Un día, navegando por el río Oka, iban acompañados de un cortesano también casado, cuando éste comenzó a insinuarse deshonestamente a Eufrosina, quien supo manejar la situación diciéndole: "Toma agua de este lado del río y pruébala". El hombre obedeció su petición, ante lo cual ella le dijo: "Ahora, ve al otro lado del barco, toma allí un poco de agua y pruébala". Una vez cumplida esta segunda petición, ella le preguntó: "¿Notas alguna diferencia entre esta y aquella agua?", a lo cual el cortesano respondió: "Ninguna". Entonces la princesa le hizo la siguiente observación: "Así también es similar en esencia la mujer, y es en vano que, olvidándote de tu mujer, pienses en otra".
 
Cuando David y Eufrosina llegaron a su ancianidad, ambos emitieron votos monásticos, adoptando los nombres de Pedro y Febronia, de ahí que siempre aparezcan representados como monje y monja. Murieron el mismo día, y sus restos reposan juntos en Murom. Fueron canonizados en 1547. Son venerados como protectores de enamorados y  matrimonios.
 
Icono ruso representando a Pedro y Febronia.
 
Siguiendo nuestra ruta en el tiempo a través de la historia rusa, nos situamos ahora en el siglo XIX. El ejército imperial ruso había vencido a Napoléon en 1812. Los protagonistas de dicha victoria eran en su mayoría jóvenes oficiales aristócratas que habían luchado con gran éxito contra la invasión napoleónica, y  que junto a sus tropas, habían atravesado Europa Central hasta llegar a territorio francés. Esto les permitió contemplar una sociedad diferente a la suya, en la que el vasallaje había sido abolido y el poder monárquico estaba sujeto a límites. Aquellos jóvenes regresaron a su país soñando con realizar cambios, inspirados por las ideas liberales de las que se habían impregnado en Francia. Su sueño para Rusia iba desde la instauración de una monarquía constitucional hasta una república al estilo francés.
 
Fue así como, bajo el reinado del zar Alejandro I (1801-1825), se comenzó a gestar el movimiento revolucionario decembrista (denominado así por estallar en diciembre de 1825). A la muerte del monarca, pensando que su sucesor sería su hermano Constantino, de pensamiento liberal, decidieron realizar una rápida acción para encabezar el proyecto de las reformas soñadas por ellos. Pero Constantino había renunciado a sus derechos sucesorios al contraer matrimonio con una aristócrata polaca. Por este motivo, el sucesor fue Nicolás I, monarca de ideas autocráticas. Cuando los decembristas conocieron esta noticia, decidieron derrocar a Nicolás movilizando las tropas y ordenando a sus hombres que juraran lealtad a Constantino como zar de Rusia. Los líderes de la revuelta no habían informado a sus hombres de la renuncia al trono por parte de Constantino; esta fue la razón por la cual los soldados apoyaron la revuelta pues, de haber conocido la verdad, hubieran aceptado a Nicolás I, como buenos rusos apegados a la autoridad.
 
Tras varios intentos fallidos de dialogar con los sublevados, el zar ordenó un ataque, cuyo resultado fueron numerosas bajas, la huida de unos y la rendición de otros. De esta forma, la revuelta decembrista quedó sofocada en pocos días.
 
La represión ordenada por el zar fue muy severa, con condenas a muerte que, posteriormente, fueron conmutadas por trabajos en las minas de Siberia. Cierto que, transcurridos varios años, se aplicaron reducciones de pena, lo cual les permitió abandonar su prisión y establecerse en lugares de asentamiento decretados por la autoridad. Si bien algunos decembristas eran ricos, no disponían de dinero en su exilio, pues sus bienes habían sido confiscados, estando obligados a vivir de la tierra que se les había asignado. Unos perecieron, otros se salvaron gracias a las ayudas económicas de sus familiares.
 
Asentamiento destinado a decembristas.

Si bien este escrito no tiene la misión de juzgar las motivaciones que llevaron a esos hombres a sublevarse contra la autoridad del zar, sí me gustaría resaltar algunas  de esas historias personales. En ellas, las esposas jugaron un papel decisivo y jamás abandonaron a sus esposos en medio de la desgracia en la que habían caído, porque cuando el amor se ha fortificado en Cristo, puede superar los mayores obstáculos. Las condiciones bajo las que se les autorizó reunirse con sus maridos fueron duras: renuncia de los derechos que tuvieran por título o fortuna, restricciones para comunicarse por correspondencia  y encontrarse con sus esposos únicamente bajo autorización de autoridades específicas. Dejando atrás su privilegiada posición social, siguieron a sus maridos al exilio, mostrándose muy activas a la hora de luchar por la mejora de su situación.
 
Uno de los organizadores del movimiento decembrista fue el príncipe Sergei Trubetzkoy, que hizo carrera militar, participando en todas las batallas contra el ejército francés, y llegando a alcanzar el grado de coronel. Frente a otros decembristas partidarios de una república, el príncipe Sergei era partidario de una monarquía constitucional. Tras ser sofocada la revuelta, Sergei fue condenado a muerte, pero finalmente su pena se conmutó por trabajos en las minas de Siberia.
 
Nuestro protagonista había contraído matrimonio con la Condesa Ekaterina Laval, convertida tras su matrimonio en princesa Ekaterina Trubetskaya.

Ekaterina fue la primera esposa de un decembrista que obtuvo autorización para viajar a Siberia y acompañar a su esposo, que se encontraba cumpliendo su condena en las minas de Nerchinsk.
 
El padre de Ekaterina organizó secretamente un plan para hacerla desistir de su viaje, creando todos los obstáculos posibles para conseguir que ella se quedara junto a sus parientes. Pidió a uno de sus amigos, comandante general de una ciudad de Siberia, que se mostrase con el mayor rigor posible para desanimarla en su propósito. Por esta razón, el general en cuestión la recibió con gran frialdad y la hizo esperar durante numerosas jornadas un supuesto cambio de coches y caballos. Transcurrido el tiempo, discutió la validez de su pasaporte imperial, para finalmente amenazarla con la prisión por una supuesta desobediencia al zar. Finalmente, le habló del destino en el que se encontraba su marido, de las personas con vidas depravadas que vivían allí y de la corrupción moral a la que tendría que enfrentarse una mujer joven, tan delicadamente educada. Ekaterina no se dejó asustar por ninguna de sus amenazas, respondiendo que no le temía a la muerte porque, siendo provocada por amor, le abriría el Cielo. Añadió además que su delicadeza era más necesaria  en un lugar donde se desconocía y, en cuanto a la corrupción moral de la que se le habló, tampoco le importaba, pues Dios daba gran fuerza moral a quienes preferían ser los últimos ante los ojos del mundo.
 
Tras una discusión de varios días,  el general consintió en dejarla seguir su camino pero yendo acompañada de una banda de criminales, y haciendo parte del viaje a pie y encadenada, a lo que Ekaterina repuso: "¿Dónde está esa banda de desgraciados con quien debo reunirme y por qué no me ha dicho usted antes la verdad? Por supuesto que iré con ellos. No me importa cómo llego ni con quién, lo único que quiero es llegar". Al oír esta respuesta, el general no pudo continuar en su intento, y con el corazón partido, le confesó que no podía seguir torturándola de aquella manera y que su coche estaría listo para partir en unos minutos. Tras pedirle perdón, le dio su bendición.
 
Quienes la conocieron en el exilio manifestaron que Ekaterina era la personificación de la amabilidad, ofreciendo siempre su ayuda a otros condenados y contando con el aprecio sincero de los habitantes del lugar. En 1845, el matrimonio Trubetzkoy fue autorizado a residir en el asentamiento de Irkutsk. A pesar de las duras condiciones de vida, ella y su esposo tuvieron ocho hijos. Ekaterina falleció de cáncer en 1854. Sus restos reposan en el Monasterio Znamensky.
 
Junto a esa mujer con gran espíritu de sacrificio, brilla también el ejemplo de María (Rayevskaya) Volkonskaya , que a los dieciocho años de edad, contrajo matrimonio con el príncipe Sergei Volkonsky, oficial del ejército y varios años mayor que ella. María aprendió a amar a su esposo después de su matrimonio. Cuando él ya era General, tomó parte en la conspiración decembrista, siendo condenado por ello a trabajar en las minas de Siberia. Antes de su partida, rogó a su esposa que le olvidara, pero ella se negó y juró que se reuniría con él. Tras superar numerosas dificultades, obtuvo el permiso de partir a Siberia. Esta joven, madre ya de un niño, vendió todas sus joyas para pagar los gastos del difícil viaje, pues su padre se negó a prestarle su ayuda en tan descabellado propósito, haciendo el viaje con sus propios recursos. Nada mejor que sus propias palabras escritas para explicar el sentimiento que albergaba en su noble alma: "No puedo quedarme. Si permanezco aquí, siempre oiré la serena voz condenatoria de mi marido y en el rostro de mis amigos leeré la verdad de mi comportamiento; en sus cuchicheos veré una condena y en sus sonrisas, un reproche. Mi lugar no está en un baile, sino en una tierra lejana y salvaje donde un preso afligido y angustiado es víctima de pensamientos sombríos y sufre solo, sin ayuda. Como esposa, debo compartir su oprobio y su destierro. La voluntad del cielo nos ha unido y permaneceremos juntos. Prefiero dejar aquí a mi hijo con mi familia, que ser infiel a mi marido, pues ¿cómo habría de juzgarme un día mi hijo cuando sepa que su madre abandonó a su padre en la hora de la prueba? Si me quedo, podría tener la tentación de olvidar a mi marido. ¡Prohíbamelo Dios!".
 
María Volkosnkaya
Sergei Volkonsky
De esta forma, dejo atrás a su hijo, y partió bajo condición de que los hijos que tuviera en el exilio serían apartados de su condición noble y únicamente podrían trabajar en régimen de servidumbre, aunque posteriormente dicha amenaza no llegaría a cumplirse.
 
En su camino hacia Siberia, María se detuvo en Moscú donde su hermana ofreció un baile en su honor. Gran cantidad de invitados llenaron el palacio para ver a esta joven que abandonaba su privilegiada vida para partir al exilio. Entre ellos se encontraba el célebre poeta y novelista ruso Alexander Pushkin, quien había conocido a María siendo niño. Al verla, aparcó la conocida severidad de la que siempre hacía gala en público, y hablando a María con gran ternura y admiración, predijo que algún día los poetas rendirían homenaje a su actitud heroica.
 
Tras semanas de duro viaje, por fin llegó María a las minas donde trabajaba su marido. Gracias a la bondad de ciertas personas, se le permitió descender a la mina para sorprender allí a su esposo...Cuando, en medio de la oscuridad, lo vio venir hacia ella, se arrojó a sus pies y le besó las cadenas.
 
Los Volskonsky tuvieron tres hijos nacidos en el exilio. Tanto María como nuestra anterior protagonista, Ekaterina, volcaron su inteligencia y esmerada educación en conseguir una vida más agradable a todos los decembristas que acompañaban a sus esposos en el duro exilio siberiano. Transcurridos treinta años, el zar Alejandro II permitió a los Volkonsky y a otros decembristas su retorno de Siberia. Sergei y María pasaron el resto de sus vidas en la localidad de Voronki. Ambos mostraron siempre un amor fortalecido en medio de la adversidad.
 
Aquello que profetizó Pushkin a la joven María, se cumplió a través de un poema del autor Nikolay Nekrassof, titulado "Mujeres rusas", en el que hace hablar a María con su padre, poniendo en su boca estas palabras que describen a la perfección los sentimientos de la noble esposa:
 
"No sabes, padre, cuánto lo quiero.
Al principio, oí ansiosamente los relatos de su valor en la batalla, y con toda mi alma amé al héroe que hay en él.
Luego quise al padre de mi hijo.
Pero el último y mejor amor que mi alma puede dar, lo di en la prisión.
Después lo perdí, como a otro Cristo, vestido con las ropas de un convicto.
Ahora brilla eternamente ante los ojos de mi alma con una pacífica grandeza.
Una corona de espinas ciñe su frente, un amor no terreno enciende sus ojos.
Padre, debo verlo de nuevo; moriré de anhelo por él.
Tú y tu deber siempre lo han arrostrado todo y nos has enseñado a hacer siempre lo mismo.
Enviaste a tus propios hijos a la batalla en los lugares considerados más peligrosos.
No puedes verdaderamente condenar lo que hago, pues, al hacerlo, sólo soy tu hija".
("Mujeres rusas" - Nikolay Nekrassof)

  
Decía León Tolstói:"Sólo las personas que son capaces de amar con fuerza, pueden también sufrir grandes dolores, pues, esa misma necesidad de amar es lo que les permite contrarrestar ese dolor y así sanar". De la misma manera, sólo el verdadero amor fundamentado en Nuestro Señor Jesucristo es capaz de enfrentar los mayores obstáculos, siendo fuente de felicidad aun en medio de la mayor dificultad.