miércoles, 1 de noviembre de 2017

SON TRES LOS QUE SE CASAN

Debo admitir que soy una afortunada por haber tenido la dicha de criarme en un hogar junto a un padre y a una madre que formaron un matrimonio ejemplar, haciendo gala de mutuo entendimiento, amor y armonía. Cierto es que pertenecieron a una generación en la que las miserias del mundo moderno todavía no habían enraizado con la fuerza en que lo han hecho en la actualidad, no obstante, el verdadero amor no es fruto de historias románticas sino de algo mucho más profundo y verdadero.
 
Atravesando los desórdenes de la época de los años ochenta y noventa, fruto de los males de los años sesenta y setenta, mi mente percibía en el entorno social comportamientos que dejaban mucho que desear, que eran toda una muestra de falta de seriedad e irresponsabilidad y que me mostraban claramente que sería prácticamente imposible para mí, reproducir la estable vida familiar que mis padres habían forjado.
 
Como la pieza del puzzle que nunca termina de encajar, contemplaba absorta la manera en que las personas de mi generación saltaban de una historia sentimental a otra con una rapidez pasmosa, con la misma facilidad que la bola de una ruleta salta de un número a otro cuando aquella gira sin cesar. Todo había quedado claro para mí: vivíamos en un mundo en el que los sentimientos eran pisoteados y las personas eran utilizadas como meros objetos de satisfacción personal.
 
Por desgracia, esos comportamientos desordenados, fruto de la caída estrepitosa de los valores tradicionales, han crecido hasta límites que nuestros padres jamás habrían podido imaginar. Y, por si ello fuera poco, las legislaciones se han aliado en un atentado perpetuo contra la institución familiar.
 
Llegados a este punto, la lectura reciente de un libro titulado "Son tres los que se casan" ha expuesto ante mis ojos la realidad del verdadero amor entre hombre y mujer, plasmada magistralmente por su autor, el Arzobispo Fulton Sheen.
 


La figura del Arzobispo estadounidense no me era del todo ajena. Acostumbrada a navegar por diversas webs católicas, sus frases y reflexiones siempre salían a mi encuentro, impresionándome gratamente por su claridad y rotundidad. Autor de cientos de artículos y de numerosos libros, destacó también como un excelente comunicador en los medios audiovisuales de su época. Su causa de beatificación continúa abierta tras el impulso que el Papa Benedicto XVI le otorgó al aprobar el Decreto por el que se reconocen sus virtudes heroicas.
 
Muy en consonancia con sus pensamientos, sentía unas ganas inmensas de emprender la lectura de sus obras, y entre las varias que esperan a ser leídas por mí, escogí comenzar por el libro que hoy traigo a mi blog, considerado un anticipo de la Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II. En el mismo, el autor hace gala de un estilo muy directo, muy profundo y de extraordinaria altura para explicar claramente los verdaderos fundamentos del auténtico, y por tanto, imperecedero amor.

En la época actual la palabra amor está completamente desvirtuada como consecuencia del egoísmo, el abuso de la libertad y la rebelión contra el Todopoderoso. Estos factores propician los deseos físicos incontrolados y la consideración de la persona como un mero instrumento de placer. "En este mundo apartado de Dios, resulta indiferente si el alma se salva o no, es más, incluso se niega que haya un alma que salvar. Se ha sustituido la relación cuerpo-alma-Dios por la tensión sexo-cuerpo, haciendo del sexo un dios". Antes de proseguir es necesario dejar sentada una idea fundamental para comprender toda la cuestión que nos ocupa: NO ES POSIBLE DAR EL CUERPO SIN DAR EL ALMA, PUES AMBOS SON INSEPARABLES. No nos engañemos, tan carente de sentido es restar importancia al sexo como reducir la persona o la relación amorosa al sexo. Cuerpo y alma son una unidad, y tan anticristiano es ser contrario al cuerpo como serlo al alma. El secreto está en el ritmo armonioso de ambos, que se concreta en el mandato divino: "Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". La atracción entre dos animales es fisiológica, pero la atracción entre dos seres humanos es, además de fisiológica, psicológica y espiritual. El espíritu humano tiene sed de infinito, y ese infinito es Dios. Cuando dentro de una unión matrimonial surge la infidelidad conyugal, tiene lugar la sustitución de un infinito por una sucesión de experiencias carnales finitas, dando lugar al vacío existencial y la frustración, pues buscar a Dios en un dios falso sólo puede convertir al ser humano en un espíritu deprimido. Nadie peca contra el amor sin herirse a sí mismo. Ningún ser humano puede dar lo que sólo Dios puede conceder. Prescindir de Dios conduce al amor carnal desprovisto de responsabilidades, convertido en un deseo ateo por ser ilegítimo. Esta es la razón por la cual erotismo y ateísmo van siempre de la mano.

Debemos afirmar con rotundidad que los verdaderos matrimonios son hechos en el Cielo. En espera de que se concrete, debemos custodiar nuestra pureza, pues es un don que sólo puede darse y recibirse una vez. La pureza es mucho más que una simple integridad física: es la firme resolución de no usar jamás el poder del sexo hasta que Dios ponga en nuestras vidas al marido o mujer para cumplir Su plan. Ese poder es un don otorgado por el Todopoderoso, y por tanto, su uso debe realizarse bajo la aprobación divina, pues está dirigido a cumplir sus designios creativos. Esta es la razón por la que se asocia el matrimonio con ritos religiosos. Esta es la forma en que cuerpo y alma no toman direcciones opuestas.
"El cuerpo es noble porque Dios se hizo hombre, tomando Su Cuerpo del cuerpo de una mujer... Es noble porque por él se comunican al alma los frutos de la Redención de Cristo... Es noble porque un día resucitará de entre los muertos".

Todo amor anhela la unidad, pero ésta debe lograrse a través de un vínculo capaz de proporcionarla: ese vínculo es el espíritu. Si la carne sirve como medio para la unidad es porque está ligada con un alma en un ser viviente. Todo amor es fruto de la bondad, del conocimiento y de la unidad espiritual, que se basa en un destino común, en la ayuda mutua, compartiendo las alegrías, penas, esfuerzos y sacrificios. El verdadero amor es tan fuerte que supera todas las dificultades y se enriquece por medio del sacrificio y del olvido de sí mismo, logrando que marido y mujer adoren conjuntamente a Dios.

El amor es cosa de tres, pues Dios está colocado entre el Yo y el , impidiendo que el Yo sea un egoísta y el un instrumento de placer. Hay un lazo exterior que los atrae, haciendo que el Yo y el se convierta en Nosotros. Sin Dios, falta el tercer elemento que mantenga unida a la pareja cuando surjan los problemas inherentes a la vida misma. "El amor es trino y uno porque es un reflejo del amor de Dios en Quien hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo". Esa unión de marido y mujer es el símbolo de la unión de Cristo y de Su Iglesia. Ambos juntos se dan a Dios y a Sus Santos Designios. Su amor crecerá con el paso del tiempo pues aman a ese Amor que es el Autor del suyo.  
 
El marido debe amar a su esposa y ésta debe estar sometida a su marido. He aquí una idea que suele ser mal interpretada en la actualidad. La unidad de esposo y esposa no implica absorción, ni aniquilamiento, ni destrucción, sino plenitud de uno en el otro. Sometimiento no implica servidumbre, pues la relación entre ambos debe ser igual a la de Cristo y Su Iglesia: Cristo es cabeza de la Iglesia, pero no la priva de libertad. El varón es la cabeza y la mujer es el corazón; la mujer no es la sirvienta, sino la compañera del hombre. Ambos deben ir a Dios, no uno después del otro, sino juntos.
 
Frente a la actitud actual en que se da toda la importancia a la atracción física y, como mucho, a la coincidencia de ideas, siempre he pensado que enamorarse debe ser algo mucho más sublime, algo que se origine en el encuentro entre dos almas, y no tan sólo entre personas de carne y hueso. Las almas primero se enamoran, luego se unen en la mente y finalmente, tras contraer Santo Matrimonio, efectúan la unión de la carne. Este es el auténtico orden sagrado que ha saltado por los aires desde hace muchas décadas con las nefastas consecuencias que están a la vista de todos. "Seamos una carne, ya que somos un alma". "En la posición cristiana, el amor carnal es un escalón hacia el Amor Divino, un arranque automático del motor de la familia".
 
"El acto del matrimonio es meritorio si uno lo cumple, sea por virtud o por justicia, para dar el débito al cónyuge, o por virtud de la religión, para que los hijos sean procreados para el culto de Dios". Los matrimonios que niegan deliberadamente el fruto de su amor, niegan la encarnación del amor y matan el amor mismo. Se convierten en dos seres aislados: una dualidad en lugar de una trinidad. "Todo amor termina en una Encarnación, incluso el de Dios". Los seres humanos poseen el íntimo deseo de participar en lo eterno, y como no lo pueden hacer en sí mismos, lo compensan continuando la vida en otro ser. De aquí se deriva el hecho de que la maternidad sea sagrada, pues Jesús también tuvo una madre. Cuando la mujer acepta la encarnación de su amor, recibe la dulce visita del Espíritu Santo. Ella será la madre no sólo de un cuerpo, sino de un alma. La paternidad tiene su prototipo en el Padre Eterno; la maternidad lo tiene en la Virgen María, ejemplo para todas las madres. Con el nacimiento de los hijos, se produce un nuevo paso en el que marido y mujer quedan liberados de egoísmos y poseerán mayor celo en el propio sacrificio. La dedicación de los padres y la obediencia por parte de los hijos son las dos principales virtudes de un hogar. La obediencia en el hogar es una referencia fundamental, y base de la obediencia de la nación. Si el mundo pierde su respeto por la autoridad, se debe a que antes lo perdió en el hogar.
 
Cuando Dios no bendice una unión con la llegada de los hijos, ello no implica que sea un fracaso, pues también hay trinidad cuando marido y mujer consideran su amor mirando hacia Dios. Ello queda reflejado en la resignación a Su Voluntad.
 
En medio de una sociedad hedonista, los seres humanos siguen anclados en el error de buscar el placer continuo y la eterna diversión, sin aceptar que la vida está repleta de altos y bajos, de momentos felices y otros difíciles, y negando el valor del sacrificio. En el amor cristiano, la otra persona es un don de Dios por quien el otro debe sacrificarse. Los momentos difíciles y amargos son pruebas enviadas por Dios para nuestra perfección espiritual. Al convertirse en una sola carne, cada cónyuge soportará al otro como a una cruz cuando surjan los problemas entre ellos. Ello brindará una ocasión única para la santificación propia, donde uno puede redimir al otro. Muchos matrimonios fracasan por la no disposición a hacer sacrificios. Amando al otro por amor a Cristo, se logra soportar mejor los sufrimientos, y supondrá un pequeño pago de la deuda contraída con Nuestro Señor. El sufrimiento, considerado como redentor, se transforma en alegría: la persona domina al sufrimiento, no el sufrimiento a la persona.
 
Cuando dos cónyuges se topan con los problemas en su relación y se sienten decepcionados, ofrecen la excusa de la incompatibilidad de caracteres, buscando en otro matrimonio lo que les faltó en el primero ¡Grave error! Lo único que logran es reproducir una situación similar, repitiendo los mismos errores. ¿Qué se puede esperar de personas que traicionan con tanta facilidad las promesas que formularon? No les importa caer en el deshonor con tal de satisfacer su ego, sin importar el pisotear a otra alma. Personas que actúan de ese modo, lo harán igualmente en cualquier otro ámbito. Se sentirán desligados de la nación, del deber de servir a su patria. "Los traidores al hogar de hoy serán los traidores a la nación de mañana". Si no son leales a un  hogar, tampoco lo serán a una bandera.
"Habrá fortaleza mientras una nación de familias sepa renunciar a lo mío por lo nuestro. Si el hombre no quiere tolerar los inconvenientes de una casa, no tolerará las tribulaciones de una emergencia nacional. Sólo puede salvarse una nación que reconoce el sudor, el trabajo y el sacrificio como aspectos normales de la vida, y esas virtudes se aprenden en el hogar".
Quienes piensan que pueden alcanzar la felicidad cambiando de compañero olvidan que el amor viene del cielo y que sólo trabajando para el cielo podrán hallar el amor que desean. La desilusión proviene de esperar de una criatura lo que únicamente Dios puedo otorgar. En lugar de buscar un nuevo amor, la solución radica en redescubrir al compañero, venciendo el egoísmo y fortaleciendo la voluntad. La felicidad radica precisamente en el sometimiento del ego y no en su satisfacción. En el amor egoísta, las cargas de los demás impiden la propia felicidad; en el amor cristiano, las cargas son oportunidades para servir. Cierto es que, en ocasiones, se plantean problemas muy duros y de extrema gravedad, generando circunstancias en las que es aconsejable una separación de los cónyuges, pero ello nunca da derecho a contraer un nuevo matrimonio.
 
Difícilmente se puede lograr un matrimonio hermoso dejándose imbuir por todas las miserias del mundo actual. Cada persona lleva en su corazón una imagen de todo aquello que ama: un ideal. Cuando ese ideal es elevado, la imagen de lo soñado es hermosa. De la misma manera, si el ideal del amor es elevado, la imagen del mismo será maravillosa y el matrimonio será hermoso.
 
Tal vez el mundo haya girado a tal velocidad que todo lo hermoso del pasado haya desaparecido, pero una fuerza tan poderosa como la del amor es un vivo reflejo de lo divino en lo humano. Estoy segura de que nunca es tarde para recuperar una visión tradicional de la vida que tantas cosas buenas logró entre nuestros antepasados. Hombres y mujeres somos diferentes, y está bien que así sea, para poder complementarnos. Si a ello añadiésemos la recuperación de los valores auténticamente cristianos, el resultado redundaría en beneficio de toda la sociedad. "El matrimonio cristiano es una oblación doble, ofrecida en dos cálices: uno llenado con virtud, pureza e inocencia, y el otro, con una dedicación intachable de sí mismo; la consagración inmortal del hombre a una mujer que es más débil que él, que hasta ayer le era desconocida y con quien hoy se siente contento de pasar el resto de la vida. Esas dos copas deben ser llenadas hasta el borde para que la unión sea santa y pueda ser bendecida por el Cielo".  La explicación del Arzobispo Fulton Sheen es tan hermosa, que poco más se puede añadir.
 
Con mutuo amor y mutua entrega, superando juntos las dificultades de la vida, se logra un amor absolutamente profundo e imperecedero, que es "el amor que se da en un solo corazón que une dos cuerpos formando una comunidad de intereses, pensamientos y deseos". En un amor armonioso, las mentes y las voluntades están absolutamente unidas, y el amor del uno por el otro es tan inmenso, que en realidad no hay dos corazones, sino uno, al modo del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María. Y como nuestro destino está en la eternidad, llegará el día en que alguno de los dos parta de este mundo terrenal. Partida y muerte son trágicas para dos personas que se aman pues no son dos corazones los que se separan, sino un corazón que se parte en dos...Pero no será una despedida para siempre, sino un "hasta pronto", con la seguridad del reencuentro definitivo.
 
 "En la eternidad, el amor hará perdurar su éxtasis eterno.
En el Cielo habrá amor porque Dios es amor".
 
Desear un amor que nunca muera,
un amor más allá de ambos,
un amor conyugal empleado el uno para el otro,
con el fin de llegar a este amor perfecto
y dichoso que es Dios. 
 
 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             

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